Texto preparado para la convocatoria Bogotá por Bogotá
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La ciudad de las estatuas andantes
Embadurnados de pintura metalizada, dorada o plateada, se les encuentra sobre las aceras junto a las huellas que deja sobre el maltratado espacio público el continuo caminar de gente sin nombre que se apresura a llegar a ningún lado. Ellos, estatuas vivas, casi como las soñó Pigmalión, nos recuerdan que más allá de los andenes y las plazas también hay vida. Aunque uno imagine, al primer golpe de vista, que con toda ese charol van a terminar intoxicados y la vida que nos quieren dar se les va de a pocos cuando a diario se untan hasta el último pelo de una sustancia a todas luces nociva, como la nicotina o el alquitrán que nos rodean en fatua publicidad e inmaterial humo.
Una moneda cae de una humilde mano dando vida a los resortes que mantienen estático al muñeco lleno de ropas y pintado de inusuales colores. Ese repentino movimiento puede ir acompañado de luces, pitos, ruidos, saludos y alguna que otra venia. El generoso dueño de esa moneda sonríe, a veces, desde la feliz cercanía al planeta que da la niñez y se marcha guardando en el bolsillo del alma el intangible resultado de un intercambio en el cual una pequeña pieza redonda de metal le ha significado el boleto a un viaje al interior de una novela, donde visitantes ajenos a la tierra también se visten de materiales brillantes.
Caminando por las calles de Bogotá se encuentra a estos seres fantásticos caracterizando innumerables personajes. Alguna vez podemos toparnos con uno que nos recuerde el guardián de la humanidad en una película futurista; otras veces vemos una gran túnica que tal vez nos recuerde los tiempos de la crucifixión o de antiguos martirios en nombre de esa misma cruz. Y con ellos vamos saltando entre los retazos de historia o ficción que nos evocan al pasar por su lado.
Quienes han viajado nos cuentan que no son originarios de este país. Al menos, dicen, en otras ciudades del mundo se les encuentra. Entonces tal vez estemos tratando con famosos personajes foráneos. Esos que nos despiertan admiración solo porque su pasaporte no tiene el escudo del cóndor que tiene el nuestro. Tal vez sería útil para aumentar el recaudo que nos advirtieran que son extranjeros. Así los miraríamos más, en vez de monedas les daríamos billetes multicolores y seguramente el almuerzo diario correría por invitación de algún amable personaje queriendo congraciarse con la estrella que vino de otro país a juntarse con los modestos colombianitos.
A veces tengo la duda que de verdad sean humanos. Algún día deberé dejar la prisa del caudal humano que me arrastra por el surco formado en las aceras y desde la ribera de ese río esperar que, tal vez al anochecer, la versión propia de Robocop se desperece, se quite sus anteojos oscuros traídos de alguna época futura y se disponga a recoger las monedas y los billetes que les dejamos en premio a su valentía, a su arrojo, pero especialmente a esa parálisis. También a su resistencia al humo, al ruido y a las infaltables bromas de los gamines que los acosan.
¿Qué los detiene por horas esperando el reconocimiento de un pueblo de estatuas caminantes. que no se detienen a tratar de entender por qué una de ellas mismas se detuvo, se maquilló de colores exóticos y se instaló a verlos pasar como un faro que los vigila y les señala el camino, como un dios todopoderoso que los juzga y anota sus pensamientos, incluso esos que no se quieren aceptar?
O, tal vez, todas las noches pasa un platillo volador a recoger a su observador mecánico alimentado por moneditas inoficiosas.
Comentarios
¿Te has fijado, Mauricio, que no hay mujeres haciendo eso?
Abrazo.
Saludos y gracias
Felicitaciones por su publicación.
Deberías publicar la nueva versión (la que apareció impresa) y te sugeriría que incluyeras una foto de uno de estos personajes. Siento como si tu texto me obligara a re-mirar a esta gente. Y eso me parece valioso y notable.