Ayer me invitaron a ver una corrida de toros. Si algún lector está en desacuerdo con dicha práctica, respeto su opinión porque también pienso que es una barbaridad. Pero no deja de gustarme algo y por eso decidí aceptar la invitación.
Era la primera vez que asistía a una de éstas. Durante muchos años escuchaba con mi papá las transmisiones por radio de las faenas y sólo podía imaginarme lo que era una manoletina, un pase natural, los toros corniveletos, débiles de remos o alguna otra descripción muy propia del arte de cúchares. De todas esas tardes pegado al radio aprendí sobre los tercios y sus cambios, las faenas, las ganaderías, los avisos, los indultos y por eso ayer no era completamente ignorante al respecto. Pero no tenía el transistor con la emisora transmitiendo la lidia. Aunque a falta de radio tuve un vecino de tendido que muy al estilo de Edilberto Reyes, el de la novela Los Reyes, me describía sin yo pedirle los movimientos y pases del torero, la descripción del toro, etc.
Como puede verse, es todo una mezcla de sentimientos confusos. Me gustó, pero no vuelvo. Sufrí con el toro pero pase una buena tarde. Es que hay mucho más que la lidia en una tarde de tauromaquia. Está la música como premio a la buena faena; estuvo la señora que acompañaba a la banda musical con sus propias castañuelas (fue mágico); el vecino con afición de narrador deportivo y que no se ha perdido una sola de las corridas de abono. Los otros del tendido que gritaban cualquier barbaridad, el señor que le gritaba en catalán al torero de Barcelona dándole ideas sobre como deshacerse de ese problema de quinientos kilos.
Así terminó la tarde en esta corrida de abono. No hubo remate, no hubo manzanilla (bebo poco alcohol) y no me ofendí por la corrida mediocre, al fin y al cabo no pagué un peso por ella. Fue bueno por el hecho de haber estado viéndola en vivo y en directo y por los adornos que le dan vistosidad. Por lo demás, quedará solamente esta entrada en mi blog como su único recuerdo.
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