No tengo duda alguna que pudo verme. Fueron como cinco segundos sosteniendo la mirada hacia dónde yo estaba y cuando su tren arrancó, giró un poco la cabeza para seguir mirándome.
No tuve tiempo de reaccionar. Los dos trenes se cruzaron cuando el mío se detuvo en la estación y el de ella ya estaba parqueado en sentido contrario, dejando y recibiendo pasajeros. Yo estaba al otro costado del vagón, en esos asientos que se acomodan de lado y se puede ver la ventana del borde opuesto. Mi tren no estaba muy lleno, de tal forma que cuando se detuvo por completo pude verla, mirando hacia mí por su ventana, con sus ojos azules que reconocería a kilómetros con solo oírlos parpadear.
Insisto, no hubiera tenido tiempo de reaccionar. Tendría que haber corrido hasta las escaleras, subirlas en medio de la habitual multitud, atravesar todo el pasillo que cruza sobre las vías, bajar por las escaleras y correr hacia su tren. Calculo que me hubiera tomado más de 20 segundos realizar la tarea y como ya dije antes, no fueron más de cinco los que tuvimos la oportunidad de vernos. Aún hoy, tanto tiempo después, mantengo la duda y he pensado en simular el evento y emprender carrera con el mismo recorrido y cronometrar el tiempo invertido. Pero siempre me abstengo. Por la vergüenza de imaginar lo que la gente estará pensando de mi y porque, quién quita, descubra que esta carrera como de los olímpicos se haga en un tiempo tan corto que me haga arrepentirme de no haberme lanzado en su búsqueda. Y porque debería ahorrar para el pasaje.
Siempre había estado pendiente de encontrarla en los sitios en los que imaginaba podía aparecer. Conocí sus gustos y hay algunos tan arraigados que no veía posible que de un momento a otro los hubiera cambiado. Así que a veces camino hacia los lugares por donde creo podría pasar y me siento en algún café a buscarla, a esperar que doble la esquina y su pelo negro, ondulado y largo se sacuda como solía suceder y descubra que, finalmente, es ella. Pero encontrarla en otro país era improbable; nada es imposible pero si no la había podido ver en el nuestro, ¿cómo podía encontrarla allá? Mas, ya ves, así sucedió. Ahora la busco en los lugares más inauditos porque ya nada me quita la ilusión de verla de nuevo.
Estoy segura que me reconoció. Más de una vez debió haberme visto en el barrio y creo que también cuando la observaba desde mi ventana. Mi esposo, ahora mi ex, siempre se preguntaba qué tanto miraba yo hacia a fuera hasta que decidió creer que era simplemente un hábito heredado de alguna abuela chismosa que se sentaba a hacer bolillo en la ventana de su casa, en algún pueblo blanco. Del otro lado de la calle la cortina nunca cerró y me parecía que ella buscaba la forma de mostrarse a través suyo para que, entre edificios, pudiéramos vernos. Aunque no deja de ser mera ilusión, tal vez permanecía abierta para alguien más en mi edificio o simplemente le gusta la luz.
Hasta que el camión de la mudanza se llevó todo. ¿A quién le podría preguntar a dónde se fue? Solo tenía la oportunidad de encontrarla en la calle, en una de esas casualidades forzadas que yo buscaba. Así ando todavía, montando en tren y tomando café como una desesperada. Forzando casualidades.
Mauricio Duque Arrubla
Enero 2006
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